La Tecla Patagonia
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Por Alejandro Javier Panizzi *
En el primer bimestre del año hubo una vertiginosa serie de noticias que ciertos portales informativos publicaron acerca de los terribles femicidios y uxoricidios ocurridos en distintos puntos del país argentino. Allí se hacía énfasis, tanto en la violencia extrema ejercida por hombres contra mujeres, como en la ineficacia estatal para adoptar las precauciones y medidas por adelantado para evitar las muertes.
Son incontables los casos en que las mujeres víctimas recabaron reiterada y desesperadamente el auxilio público. En muchos de ellos, las autoridades con competencia para prevenir situaciones de terrorismo hogareño fueron incapaces de adoptar una actitud atenta o vigilante para impedir el resultado mortal.
Frente a las vehementes señales y avisos comprensiblemente desesperados de las mujeres en situaciones de peligro, en las que el Estado debe vigilar y poner atención, éste fue incapaz de brindar la obligatoria protección que le compete.
Llamamos «violencia de género» al daño o imposición de una situación de supremacía ejercidos intencionalmente por un hombre contra una mujer –y, por extensión, contra cualquier persona, sobre la base de la orientación o identidad sexual, sexo o género–. La dominación por el terror seguida del femicidio perpetrado por un hombre que siente «amor» por la víctima.
La «Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer» (también conocida como «Convención de Belem do Pará») reconoce que la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales y la limita total o parcialmente en el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades.
Dicho Tratado Internacional impone el deber de sancionar y erradicar toda forma de violencia contra la mujer (es decir, establece el derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencia), para los países que integran la Organización de los Estados Americanos.
Además del deber genérico que tiene el Estado argentino de velar por la seguridad de todos los habitantes del país, la Convención le impone la obligación acentuada de fomentar la educación y capacitación del personal en la administración de justicia, policial y demás funcionarios encargados de la aplicación de la ley, así como de los agentes estatales, a cuyo cargo esté la aplicación de las políticas de prevención, sanción y eliminación de la violencia contra la mujer.
De manera que la protección de las mujeres no es una forma subalterna de la seguridad, es una especie lateral de un compromiso público ineludible, que incluye procedimientos, mecanismos judiciales y legislación encaminada a prevenir la impunidad, incluyendo medidas para proteger a las mujeres de actos de violencia inminentes.
Por lo tanto se trata de un deber jurídico propio del Estado; no de una simple formalidad condenada de antemano a ser ineficaz.
Las noticias sobre femicidios permiten comprender una cuestión social inhumana, cuya respuesta ignorada podría mejorarse por medio de métodos científicos, enlazando aspectos sociales, políticos, culturales y jurídicos.
La trama del agravio marital, no cerca el abordaje de esta materia, circunscribiendo su estudio a los límites de la violencia social ni de los de la inseguridad callejera, no. Antes bien, la correcta aplicación y difusión de los problemas de la violencia de género penetrarían en lo más dificultoso y recóndito de una aflicción social con el efecto que causa la luz iluminando un tema social que permanece sigilosamente reservado y oculto.
Rehúso creer que el machismo, heredado por ciudadanos de ambos sexos, de sus abuelos y antepasados lejanos, generador de un problema de semejante entidad, sea ineluctable. Pero está claro que los avances de las respuestas estatales no han logrado desbaratar la manifestación del terrorismo hogareño, que se hace presente a la conciencia de toda la sociedad, pero no siempre aparece como objeto de su percepción.
Los informes de los medios pueden inducirnos a creer que por no aplicar los principios más elementales de la compasión, de la sensatez y de la solidaridad; por profanar los derechos humanos y contemplar este problema con silencio o aprobación, hemos construido una sociedad no apta para mujeres.
En todo caso, nos compelen a hacer un análisis acerca de la realidad del flagelo de la violencia contra las mujeres.
Por otro lado, las manifestaciones públicas de la ciudadanía demuestran un hartazgo. El exterminio de las maneras en que la sociedad padecía una atonía de ánimo por el que no se siente repugnancia hacia una desgracia atroz.
La deficiente actuación de las autoridades demuestran la existencia de una actuación pública inmoral: el sexismo del Estado; y la de un suceso irregularmente obsceno: la ideología patriarcal de los gobernantes.
Es verdad que fueron muchos e ingentes los esfuerzos en la lucha por conferir a las mujeres las capacidades y derechos reservados antes exclusivamente a los hombres. No obstante, el Estado es responsable principal del incremento del problema por la ineficacia de su abordaje desde el punto de vista político, criminológico y, en muchos casos, normativo.
¿Significa ello que hay una fórmula que asegure la erradicación del flagelo? Respuesta: No.
Pero se atenuaría si las autoridades de los tres departamentos de gobierno del Estado tuvieran plena conciencia de que se debe actuar con la debida diligencia para prevenirlo, investigarlo y sancionarlo con una adecuada administración del riesgo.
Lo cual significa que los jueces, fiscales, fuerzas de seguridad, etc. ante el aviso de peligro proporcionado por una mujer –u otra persona vulnerable– deben tomar activa y firmemente el control de cada situación y decidir qué hacer en cada momento, anticipándose a los acontecimientos de violencia. Y, desde luego, ejercer su competencia rigurosamente, de modo que el riesgo no llegue a situaciones ulteriores más graves.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció que la obligación de los estados de investigar violaciones de derechos humanos se encuentra dentro de las medidas positivas que deben adoptar éstos para garantizar los derechos reconocidos en el Pacto de San José de Costa Rica (incorporado a la Constitución Nacional desde 1994).
Un delito contra los derechos humanos, aunque no pueda responsabilizarse al Estado por él –por haber sido cometido por un particular– podría generar la responsabilidad internacional del país, por incumplimiento de la debida diligencia reforzada para prevenir la violación que, como quedó dicho, tiene a su cargo.